que se acaba me hace sentir una mezcolanza de sentimientos extraña. Se me forma un nudo en la
garganta mientras escribo. La pena que me presiona los ojos y se me anuda en la nuez se mezcla
con la impotencia y la rabia. Antes podía imaginarlo: ahora lo he vivido, lo he visto por mi mismo.
La miseria humana, hecha institución. Supongo que tiene que ver con que la experiencia ha apelado
a lo más profundo de mi ser, a lo que me empeño en llamar “humanidad”, por profesar la fe de los
que piensan que esto es un principio común a toda la raza humana. Aunque después de esto, quizás
sea el peor momento para seguir creyéndolo. Humanidad que surge de contemplar el sufrimiento
ajeno, humanidad que me atormenta al saber que poco puedo hacer para aliviarlo. Humanidad que
se pregunta cuantos más tienen que ser enterrados en vida en estas tumbas de hormigón armado
para que esta sociedad en descomposición comprenda que la barbarie no es cosa del pasado, sino
que está muy presente, pagada por nuestros impuestos. Como dicen los Koma: “2 años, 4 meses y
un día, justicia: castigo”. La venganza que antaño se cebaba en patíbulos a la vista del pueblo ahora
se condensa entre cuatro paredes, materializada en la opacidad de la institución “democrática”. Pero
no somos más “civilizados”, sigue siendo venganza, refinada, pero irracional, al fin y al cabo.
Profesionalmente la cárcel ha resultado ser un lugar interesante. Casi que no puedes aburrirte, casi
que nunca se hace rutinario. Un individuo privado de libertad en un antro como es un centro
penitenciario pierde mucho más que la esta. Se considera, ya de por sí, dentro de “un grupo de
riesgo” como dicen los epidemiólogos. Riesgo de padecer tuberculosis, VIH, hepatitis, micosis
múltiples, problemas gastrointestinales variados, cánceres, toxicomanías, traumatismos, pérdida de
dentadura, defectos sensoriales, envejecimiento prematuro. Riesgo de morir colgado de una soga,
riesgo de morir por sobredosis, riesgo de morir desangrado, riesgo de marcarte de por vida, riesgo
de perder la cabeza. Riesgo de no volver a ver a los tuyos, riesgo de perder todo lo que eras. Riesgo
de acostumbrarte a vivir sin vivir, y nunca más poder sentirte realmente vivo. No. No puedes
aburrirte. Falta tiempo, falta tiempo para pensar en como hacer saltar por los aires esta mierda de
lugar.
He visto un chico de 20 años a punto de un coma cetoacidósico pretendido, arrollado por quien sabe
que angustias personales. He visto gente drogada, colgada de benzodiacepinas, recetadas por los
propios médicos, en un intento de “quitarse condena”, de “robarle algunos días al juez”. He visto
personas enganchadas a la metadona, que nunca habían sido toxicómanas, solo porque el abogado
de oficio les dijo que estar en el PMM (Programa de Mantenimiento de Metadona) reduciría la pena
impuesta por el letrado. He visto multitud de roturas del 5º metacarpo, provocadas por un ataque de
ira, un momento de lucidez inminente que te destroza por un segundo la cabeza, y te hace golpear la
pared del chabolo, la puerta de tu celda. Aquí, los médicos lo llaman desfogar. A mi me parece que a
través del dolor el preso se libera de la alienación que todo el mundo sufre en estos centros de
exterminio, y toma posesión de lo único que el estado no les ha robado: su propio cuerpo. Ese que
se cortan para hacer casi cualquier reivindicación, “chinándose” las venas, para que un médico
llegue y cosa, y la herida cierre, pero quede la cicatriz. Brazos llenos de cortes. Llenos de feas
cicatrices, que recuerdan. Recuerdan el trankimazín que no les dieron, el permiso que le denegaron,
la conducción que no pidieron, la instancia que nunca llego a su destino. Cicatrices que nunca
curarán, por muy cerradas que estén. Cicatrices que confirman que ya no eres persona, sino preso.
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He visto una radiografía del tracto digestivo de Mohamed, en la que se mostraba una pila. Un
intento desesperado de presionar al “señor director”, para que le pida el traslado a la cárcel de
Ceuta, donde sus familiares pueden ir a verlo. He visto a un funcionario hacer esperar a una madre
que viene de tener un vis a vis con su hijo tras una puerta, a cinco metros de la entrada de la prisión,
simplemente por “darle una lección”. El funcionario alega socarrón que la mujer “llama mucho al
timbre” (el que hay delante de las puertas, para avisar al funcionario de que alguien espera que las
abra, una vez este se ha cercionado de que no es un intento de fuga) y que “se va a quedar ahí un
rato para que aprenda”. Capullo.
Puertas que solo se abren si la anterior está cerrada. Puertas inquebrantables. De metal y cristal de
seguridad, de seguridad, de seguridad, de seguridad. El carcelero se mete en la garita, fabricada con
estos mismos materiales y con el color distintivo de las zonas de funcionariado: el amarillo. Para
comunicarte con él, una de las zonas de cristal de unos 5x10 cm situada entre dos barrotes metálicos
transversales está separada en dos hojales, uno de ellos corredizo. Para hablar, tienes que doblarte,
pues la escotilla está a la altura de la cintura. Postrado, así tienes que hablar con el representante de
la institución. Como la configuración de una ciudad, sus calles, parques, plazas reflejan el carácter y
cultura de una población, la configuración carcelaria refleja el sometimiento del preso a la
institución, y el desprecio que la sociedad le procura.
La cárcel ofrece una imagen dura, pero justa. El olor a detritus de alcantarilla que se desprende ya al
llegar al aparcamiento parece anunciar sutilmente, o no tan sutilmente (no hay que estar muy fino
para percibirlo), lo que realmente se esconde en el interior. Pasados unos días allí dentro a poco que
rasques descubres lo que se oculta tras esa asquerosa fachada (los cristales de las plantas superiores
no pueden limpiarse debido a que no hay ventanas que se puedan abrir, ni mecanismo que se le
parezca, así que se muestran llenos de la suciedad acumulada durante largos años). Las plantas e
incluso la fuente situadas en el patio distribuidor y en los patios de algunos módulos hacen incluso
amable la visión del recinto. Por el contrario, las caras de los internos, sus bocas desdentadas, sus
arrugas prematuras, sus brazos chinados y sus tatuajes “talegueros” desmienten las primeras
impresiones. Claro que cegados por los prejuicios seguramente pocos visitantes accidentales serán
capaces de apreciar esto, sin tomarlo como una curiosidad más de ese complejo y extraño mundo
aparte que es la cárcel.
Al volver de su primer permiso un interno, uno de los ordenanzas (presos que curran en
determinados destinos: lavandería, cocina, limpieza...) de enfermería, con los que he tenido la suerte
de relacionarme bastante, me comenta: “no veah como ha cambiao la calle, vieo”. Otro más de los
tantos que pierden su juventud en este centro de exterminio meticulosamente calculado por la mente
humana. Elaborado tras la imposición de la convención: tiempo = trabajo = dinero, delito ≈ dinero,
por la que se conmuta un delito “contra la sociedad” (más bien, “contra la sociedad que nos
imponen”) por un periodo de tiempo que se pagará con la pérdida de libertad. La idea más absurda
y perfectamente implantada en la mente de la gente ideada por la maquinaria capitalista, en su afán
por reducir los interminables matices de la vida humana al patrón oro. Es por esto que el rico se
pasea por la prisión, y el pobre “paga a pulso” (expresión carcelaria para referirse a los años de pena
cumplidos sin salir a la calle, sin permisos, 3er grado ni libertad condicional, algo bastante común
por que estos privilegios pueden anularse por muchos años solo por un parte disciplinario, que te
pueden poner por casi todo) largos años de condena. Por eso, entre otras cosas, ¾ de la población
carcelaria no supera la renta básica (datos del ministerio del interior, de hace un par de años. Acabo
de entrar en la web y la han reformado. La búsqueda de estadísticas por renta ya no esta. Estado
corrupto. Putos políticos).
Hoy me ocurrió un ilustrativo episodio. Un interno se queja de que se le hincha la mano. Dos días
antes había aparecido por urgencia en el módulo de enfermería, colocado de “benzo” (miosis leve e
hiporreflexia a los estímulos luminosos directos y hablando como si tuviese frenillo, sin pronunciar
bien la R, atontaillo), con la mano derecha hinchada y dolor a nivel del 5º metacarpiano (puñetazo a
la puerta). Se le hizo una radiografía y no hay rotura, así que se le dieron antiinflamatorios y se le
entablilló con una férula de Prim (de estas acolchadas por un lado y de aluminio por a otra,
prohibida en la prisión, por cierto, como casi todo – seguridad -). Ahora, mientras pasamos consulta
en su módulo (módulo 5) aparece con la mano hinchada, y amenaza con denunciar al médico,
porque no quiere tratarlo en el momento (el protocolo que este suele seguir es que los internos que
no se apuntan a las consultas semanales del módulo son atendidos al final, cuando se terminan los
apuntados. Esto permite arreglar solo cosas puntuales, puesto que no se dispone de la historia
clínica del paciente en su módulo, ya que está en enfermería por no haberse inscrito con antelación
– o porque al funcionario no le a parecido inscribirlo, o se le ha olvidado... -). El médico le ofrece
tratarlo al final, pero el preso insiste en que va a denunciarlo y le pide el nombre completo al
médico. Este le dice que tiene derecho a no decírselo, pero le da su número de identificación
penitenciaria, suficiente para ponerle la denuncia. El preso se va. De vuelta al módulo de enfermería
el médico me comenta que las cosas en el módulo 5 están revueltas (parece que algunos internos se
están organizando... y se han encontrado varios “pinchos”) y que es mejor no entrar al trapo, porque
entre otras cosas, con el aluminio de las férulas los colegas se hacen armas. Ya en enfermería,
estando en la consulta, aparece el funcionario del módulo 5. Le dice al médico “tenía que
comentar... sabes que el interno del módulo te a puesto una denuncia...”. El médico le responde “sí,
sí, que haga lo que quiera, está en su derecho”. El funcionario replica “no, era por si querías que le
pusiese un parte o algo...”. El médico, distraído escribiendo un historia clínica, le hace gestos con la
mano, como para que se vaya. Muy justo todo. ¿Quién dijo abuso?
Como cuando llaman del módulo de aislamiento: “que se han peleado dos internos”. La médica va y
al final son cuatro los lesionados. En el módulo de aislamiento, como su nombre indica, están los
presos en régimen de 1er grado (viven en el módulo en celdas de aislamiento, con régimen de
visitas y patio especiales) y los sancionados, que pueden estarlo por varios motivos (art. 108 del
Reglamento Penitenciario del 96) teóricamente hasta 14 días como máximo, también solos en una
celda de aislamiento. ¿Cómo se pelean cuatro tíos sancionados en aislamiento si salen solos al patio
y el resto del día lo pasan en celdas cuyas puertas son de 5 cm de hierro forjado? ¿Magia? No,
instituciones penitenciarias. Seguro que los alrededor de 8 funcionarios que están en el módulo para
vigilar a unos 20 presos como máximo, con las medidas de seguridad más punteras y cámaras hasta
en la sopa, no tienen nada que ver. Curioso comentar que en el módulo de aislamiento, una
verdadera ratonera de cemento, el suelo es antideslizante. Cuestiones de seguridad, no vaya a ser
que el funcionario se resbale con los zapatos al “tener que” reducir a un salvaje presidiario.
He visto un módulo completo, albergando de 120 a 140 presos (el módulo 12), completamente lleno
de personas con enfermedad mental. Ilegal, completamente ilegal. Una persona con una enfermedad
mental no debería estar en prisión, y así lo establece la ley. Pero aquí las ilegalidades no importan a
nadie, y menos cuando se justifican socialmente al formular la pregunta “¿y si no, que hacemos, lo
dejamos libre para que vuelva a agredir o a matar a alguien?”
En la cárcel todo funciona con trapicheos. Entre los presos sí, pero también en la administración.
Un papel, una instancia, una petición de traslado, una petición del art. 196 (excarcelación por
motivos médicos) puede tardar en tramitarse media hora, varias horas, o tres meses. Todo depende
de a quién conozcas, quien te haga un favor, y quién te tiene manía. A veces estas “cosillas” se
traspapelan, ya se sabe, y puede que por casualidad acaben cayendo a la máquina que tritura los
documentos inservibles en algún despacho. Cosas que pasan.
Podría seguir contando tantas y tantas paradojas de la institución de justicia y reinserción
(reinserción penal: entras y te vas, y vuelves a entrar, y te vas y vuelves, y así hasta que te mueres –
media de reingresos de un 60 % según datos del ministerio del interior en 2008-) pero no quiero
acabar este escrito sin mencionar la tragedia que queda fuera. La de las familias, que pagan condena
como el presidiario. Esta mañana, en la entrada, antes de que comprueben que hay una orden que
me permite entrar hasta el día x a hacer prácticas de sanitario, etc. (como todos y cada uno de los
días durante un mes) me encontré a una madre que venía de Alicante, a un vis a vis con su hijo. 15
años de condena. Se coge un bus desde su tierra que tarda unas 5 horas y pico. Llega a la
penitenciaria a eso de las 6 y media de la mañana, y tiene el vis a vis a las 11. A las 8 (y con mucha
suerte) le abren la puerta de la prisión, y se resguarda del frío mañanero. En la cafetería, no hay
nadie que le atienda: se cerró, no era rentable. Demasiados pocos clientes. Tristes máquinas de
chocolatinas sustituyen el servicio. Entré, y allí quedó. Ahora le quedan otros 500 kilómetros de
vuelta a casa, por estar hora y media con su hijo. Muy humano todo, muy humano.
Otro de los derechos que los presos ven conculcados por el robo de su libertad.
Un funcionario, comenta al médico: “este... este está pidiendo el pase” “puede que termine...
babeando”. Se refería a un preso agitado y bastante agresivo, que yo personalmente había tratado.
Estuvo en enfermería. Había pasado por tres chabolos (término taleguero para celda) y en los tres
había acabado a ostias. No sabían donde ponerlo. Babeando porque cuando ocurren cosas así, a
veces el médico lo achaca a trastorno psiquiátrico y le enchufa un “aguacate” (se refieren a un
Modecate, un antipsicótico depot – inyectable, de larga duración: varias semanas – que tiene un
efecto sedante muy fuerte, seguramente el más fuerte de entre los antipsicóticos de este tipo).
Un muerto por sobredosis. Días antes había estado en la consulta, aquejado de una infección de
orina. Esa noche se quejó al funcionario de que no podía dormir (en los módulos, el calor es
insoportable. Los presos con peculio – forma en que se le llama a la cuenta bancaria de un interno,
por tener unas condiciones especiales y que por narices es del Banco Satan-der, por cierto –
compran ventiladores, y a veces lo sobrellevan. En todos los módulos hay aire acondicionado, pero
no se pone, ya se sabe, por no contaminar y de paso ahorrarse unas pelillas, así da pa'contratar más
funcionarios reinsertores) y dijo que tomaría más medicación (en la cárcel el consumo de
ansiolíticos benzodiacepínicos es norma a la entrada – para superar el “trastorno de adaptación”- y a
menudo de toda la estancia, por necesidad o no: trankimazín, lexatín, tranxilium, rivotril, valium,
sedotime, noctamid, dormicum...). El compañero dice que a las siete de la mañana le escuchó
roncar: seguramente, escuchó sus estertores de muerte, agonizando antes de fenecer. Cuando el
médico, a eso de las 8 de la mañana, es llamado porque el individuo no se presenta a recuento, el
preso está ya rígido, encogido en su catre, ardiendo. El termómetro no es capaz de medir la Tº del
cuerpo inerte, lo que significa que seguramente es de 43º o algo superior. Ya van trece este año.
Demasiado calor, demasiado calor en el chabolo. Demasiada cárcel.
Allí todos me han tratado bien. Los médicos, los presos y casi todos los funcionarios. Espero
imprimir este escrito y podérselo pasar a los internos que he conocido. Me han enseñado mucho, y
en algún momento hasta me han hecho dudar de que sufrieran realmente con su condena, por sus
bromas, su compadreo y su jovialidad. El ser humano es maravilloso, capaz de adaptarse a
situaciones demenciales hasta tal punto, que parece que casi no las esta padeciendo. Pero no es
verdad. Las padecen. Y sufren, y lloran, y enferman y sienten. Y se muerden los nudillos para no
romperse el 5º metacarpiano. Y pierden la vida, como el resto de los encerrados. Se les escapa entre
los barrotes. Se queda esperando al otro lado de esa puerta giratoria que yo puedo cruzar... y ellos
no. Una jodida puerta. Solo una puerta. Y son disciplinados y sus cabezas se adaptan a esta
disciplina mezcla de cuartel e instituto de secundaria para no morir, para no desconectar y acabar
mal de la sesera, como tantos otros en este oscuro agujero. Y ocupan su cabeza con cosas fútiles,
pasajeras, enfrascados en su trabajo como ordenanzas o en partidas de poker apostando tabaco
(todo un privilegio por estar destinados donde están), para no comerse demasiado la olla. Y se
afanan en mantener relaciones externas, que bien saben, no podrán durar mucho. O sí. El ser
humano es maravilloso. Y seguirán encerrados. Ellos son los que el sistema, la sociedad, califica
como presos. Asesinos, homicidas (no, no son lo mismo), fraticidas, abusadores, ladrones,
estafadores, camellos... Etiquetas que ponen precio a sus vidas, al resto de sus vidas. ¿Delincuentes?
Habría mucho que divagar sobre este concepto (que le pregunten a Foucault). Yo solo diré lo que he
podido comprobar por mi mismo, como lo que he escrito hasta ahora: son personas. Podrían ser mi
primo, mi hermano, mi padre, mi tío. Podría ser yo. Podría ser cualquiera de mis colegas de la
infancia. Podrían ser el peor de mis enemigos. Ni mejores ni peores: castigados. Atrapados.
Enjaulados.
Pero aprenderé a hacer dinamita... por lo pronto, ya me enseñaron la fórmula de la pólvora. Todo se
andará. (delirios de un joven anarquista)Veo pasar el tiempo,
Que arranca mi juventud,
Juventud asesinada,
De hormigón es mi ataúd.
Ataúd que va en silencio,
Navegando en el olvido,
Lleva dentro el tormento,
De mis gritos no hay testigos.
Tratado como una bestia,
Pisoteada mi dignidad,
En la celda de castigo,
Me golpea un animal,
Golpes que ya ni siento,
No paro de temblar,
Electrodos rompen mi cuerpo,
Me acabo de orinar.
Funcionario de prisiones,
Llaman hoy al carcelero,
Perro fiel que bien guardas,
Las llaves del infierno,
Infierno de los pobres,
Paraíso de los ricos,
El dinero es lo que cuenta,
Lo que menos el delito.
Vivimos en un sistema,
Al que llaman civilizado,
Que condena sus errores,
En jaulas para humanos.
Y dicen esos demócratas,
De corazón envenenado,
Que condenes el terrorismo,
Por los derechos humanos.
Vemos pasar el tiempo,
Que arranca la juventud,
De millones de presos,
Mañana puedes ser tu.
Vemos pasar el tiempo,
Que arranca la juventud,
Hoy ha muerto otro lamento,
En el silencio de este ataúd.
Funcionario de prisiones,
Llaman hoy al carcelero,
Perro fiel que bien guardas,
Las llaves del infierno,
Infierno de los pobres,
Paraíso de los ricos,
El dinero es lo que cuenta,
Lo que menos el delito.
“Los Gritos Del Silencio II” - Los Muertos De Cristo
P.d.- Quizás el texto debería ir ordenado de otra manera. Lo pongo tal y como me salió.
Contra toda forma de autoridad:
Solidaridad, autogestión y acción. Muerte al estado y viva la anarquía.
Salud. ¡Abajo los muros de las prisiones!
madrugada del 13 de Agosto de 2010
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